Una mano blanca (PDF)
Para Françoise Brys
Yo tendría
entonces siete años, pero me acuerdo como si fuera hoy. La imagen se me quedó
grabada y me trajo más de una pesadilla durante mucho tiempo, especialmente
durante mi adolescencia. Aún ahora sueño con el locutorio de aquel convento de
Brujas. La hermana Godelieve era hermana
de mi abuelo, que me llevaba a verla algunas veces cuando él la
visitaba. Digo a verla por decir algo, porque en realidad yo no la vi nunca. Pero
todavía permanece en mi recuerdo como si ahora estuviera viéndola.
El convento de mi tía abuela estaba cerca de la Gran Plaza
del Ayuntamiento de la bella ciudad de los canales. Y cuando por la tarde pasábamos
bajo la gran torre del Beffroi, el Campanario gótico flamígero, echaban al
vuelo las campanas, a la vez tocaban el ángelus las de todas las iglesias de la
ciudad, incluida las de la Catedral de San Salvador, que estaba cerca. Agarrada
de la mano de mi abuelo pasábamos delante de la Santa Capilla de la Preciosa
Sangre y luego entrábamos en el Callejón del Asno Ciego y cruzábamos el canal
por el puente y llegábamos al Mercado del Pescado. Unos pasos más y estábamos
enseguida en el convento. Al pasar por los jardines de un palacio veía una estatua,
el busto de un personaje, que me llamaba la atención porque llevaba una gorra
muy bonita; y a mis preguntas sobre quién era, mi abuelo siempre me respondía:
“es un español muy sabio, que aquí escribió muchos libros, se llama Juan Luis
Vives”. Y estábamos ya junto al convento. Veíamos las ventanas de la fachada
posterior que se reflejaba en el canal. Unos pasos más y teníamos delante la
fachada principal del edificio de piedra oscura, casi verdosa, como todo el
convento; rodeando el edificio gótico con techos de pizarra muy anguloso había
un jardín, con muro de piedra unida con argamasa, alto, más que mi abuelo, y la
parte superior del muro tenía cristales rotos incrustados en la argamasa. Un
día mi abuelo me alzó a hombros para que los viera. Me dijo que los habían
puesto para que nadie pudiera entrar al convento, porque allí vivían en
recogimiento y silencio unas monjas que no podían salir nunca a la calle,
porque era un convento de clausura. Y podían ser visitadas una vez al mes.
Cuando íbamos andando por la ciudad yo le preguntaba muchas cosas a mi abuelo y
él me iba respondiendo y así yo me enteraba un poco de aquel convento. Me dijo
que era de las clarisas, que había fundado hacía muchos años Santa Clara, que
era amiga de San Francisco, que también fundó otro convento de frailes, que se
llaman franciscanos. Y eso ocurrió en una ciudad que se llama Asís que está en
un país que se llama Italia. Y yo entonces empecé a pensar que por qué no
salían del convento y pensé también que se lo preguntaría a mi abuelo.
Cuando llegamos a la puerta del jardín, que era de barrotes
de hierro, viejos y oxidados, mi abuelo tocó una campanilla que estaba colgada
al lado de la puerta, por dentro, metiendo la mano y agarrando la cadena del
badajo y agitándolo. En las visitas siguientes mi abuelo me cogía en sus brazos
y yo tocaba la campana, y recuerdo que me gustaba mucho. Luego por un caminito
de piedras llegamos enseguida a la puerta del convento, que como por arte de
magia se abría delante de nosotros con un ronco chirrido, que hacían sus
goznes. Era una puerta de madera gruesa y labrada con rombos y claveteada, pero
me pareció que era muy vieja. Tenía un aldabón que era un dragón con una gran
bola en su boca, que me daba un poco de miedo, con la que se golpeaba para
llamar. Pero no tuvimos que llamar. Cuando
llegábamos la puerta se abrió porque ya sabían que íbamos a llegar. Pasamos a
una pieza bastante oscura y enseguida oíamos una voz que nos
decía “ave María purísima” y mi abuelo contestó “sin pecado concebida”. Era
la hermana tornera que nos recibía con una voz dulce y amable. Pero no la
veíamos, estaba detrás del torno. El
torno era un artilugio, que yo nunca había visto antes, empotrado en un hueco
de la pared, cerca de la entrada. Era una plataforma circular en la que se
apoyaban dos tablas cruzadas que formaban cuatro ángulos. Giraban sobre un eje;
y allí se ponían las cosas que de esa manera, como por una puerta giratoria, entraban
al convento.
Mi abuelo le dijo a la hermana tornera que veníamos a visitar
a la hermana Godelieve y enseguida oímos una campana dentro del convento, seis
campanadas. Era la llamada de mi tía, pues a cada una de las monjas la llamaban
con un número de campanadas. La hermana tornera nos dijo que pasáramos al
locutorio y por un pasillo con una débil luz llegamos a una habitación muy singular. Yo debí de abrir los
ojos muy grandes, primero porque allí apenas se veía, y en segundo lugar porque
estaba sorprendida o quizá me daba un poco de miedo. La pieza era grande y estaba
dividida en dos partes, una donde estábamos mi abuelo y yo y nos sentamos en un
banco de madera que había adosado a la pared; la otra parte estaba detrás de
unas rejas de hierro. Yo estaba expectante y sin decir nada, pero fue sólo un momento
porque enseguida apareció un sombra detrás de la reja, que era como un gran
ventanal con unos barrotes muy juntos que dejaban huecos muy pequeños, por
donde se podía ver un poco el interior. La reja cubría toda la pared y se
complementaba con una puerta de madera muy estrecha en su extremo izquierdo, en
dirección a la puerta de salida del convento.
Detrás de la reja había una cortina un poco transparente que me
permitía ver una silueta. Era la hermana Godelieve, que iba cubierta totalmente
de pies a cabeza con una especie de gorro, que después me dijo mi abuelo que era
la toca y un vestido oscuro desde el cuello hasta los pies, que era el hábito
pardo de las clarisas. Por la cortina no se le podían distinguir la cara ni sus
facciones. Ella estuvo muy amable conmigo y me preguntó cómo me llamaba y
cuántos años tenía y yo le respondí con un hilito de voz. Hablaron mi abuelo y
ella interesándose por toda la familia y entretanto yo observaba que algo se
movía en el fondo del locutorio. Después me contó mi abuelo que allí había otra monja, que había entrado y se había
puesto detrás de otra cortina y permanecía allí mientras la hermana tenía la visita;
era la madre superiora u otra monja que ella designaba para acompañar a las que
recibían las visitas: y eso ocurría siempre que iban a visitar a una monja y
también me dijo que la acompañante se llamaba “la tercera”, pues eran tres: la
hermana que recibía la visita, la persona que iba a visitarla y la monja acompañante
que estaba detrás de una cortina. Y entonces supe también que eso era una
costumbre muy antigua de los conventos de clausura, que eran muy estrictos.
En otra de las visitas en que acompañé
a mi abuelo supe cómo funcionaba el torno y para qué servía, porque mi abuelo
le llevó una manta a mi tía en una bolsa y la puso en el torno cuando
llegamos y el torno giró y la hermana
tornera la recogió allá dentro para dársela a mi tía. Yo le pregunté a mi
abuelo por qué le llevaba una manta a la monja, porque tenía mucha curiosidad acerca
de lo que hacían en el convento, como vivían aquellas monjas, que no salían
nunca y para las visitas salían al locutorio acompañadas de otra monja. Yo le
pregunté a mi abuelo que si eran tan pobres que no tenían mantas para dormir en
la cama. Y él me dijo que no dormían en la cama, que dormían sentadas en una silla
con una tabla para estirar las piernas. Pero yo no podía creérmelo. Por eso mi
abuelo había solicitado a la madre priora que le permitiera llevar una manta a
su hermana, porque estaba enferma, para que pudiera abrigarse, porque aunque
dormía con el hábito, que era de lana, muy grueso y áspero, pasaba mucho frío. Y la madre superiora se lo
había concedido.

Pero la imagen que conservo desde niña
es la del primer día que fui a visitarla. La del locutorio de las monjas, aquel
misterioso recinto velado por cortinas apenas trasparentes, detrás de las que
apenas podía verse una mujer, que vivía en una casa muy grande con otras
hermanas, que apenas hablaban entre ellas, y, como me contó mi abuelo, rezaban
y cantaban en la iglesia del convento por el día y por la anoche y comían en
silencio y sólo hablaban algunas veces a la hora del recreo cuando la madre
superiora decía “benedicamus Domino” y las monjas respondían a coro “Deo
gratias”.
Aquella figura que apenas vi es la
única que conocí de mi tía abuela, la hermana Godelieve. Después de unos
momentos que estuvimos con ella, no sabría decir si mucho o poco tiempo, porque
estuve absorta en mis pensamientos y un poco asustada, nos despedimos. La monja
recuerdo que fue amable conmigo, pero no sé si fui capaz de decir una palabra.
Y salimos hacia la puerta del convento. Entonces todavía me esperaba otra
sorpresa: al llegar a la estrecha puerta que había al final de la reja del
locutorio, por una especie de ventana o mirilla, apareció una mano blanca,
blanca y casi en los puros huesos. Mi abuelo se la besó y me dijo: bésasela, Berta. Y yo se la besé y noté el frío en mis
labios, que todavía… recuerdo.
Luis
Frayle
Salamanca, 17 de mayo, 2020