jueves, 24 de septiembre de 2020

UNA MANO BLANCA

Una mano blanca (PDF)

                                    Para Françoise Brys 

Yo tendría entonces siete años, pero me acuerdo como si fuera hoy. La imagen se me quedó grabada y me trajo más de una pesadilla durante mucho tiempo, especialmente durante mi adolescencia. Aún ahora sueño con el locutorio de aquel convento de Brujas. La hermana Godelieve era hermana  de mi abuelo, que me llevaba a verla algunas veces cuando él la visitaba. Digo a verla por decir algo, porque en realidad yo no la vi nunca. Pero todavía permanece en mi recuerdo como si ahora estuviera viéndola.

El convento de mi tía abuela estaba cerca de la Gran Plaza del Ayuntamiento de la bella ciudad de los canales. Y cuando por la tarde pasábamos bajo la gran torre del Beffroi, el Campanario gótico flamígero, echaban al vuelo las campanas, a la vez tocaban el ángelus las de todas las iglesias de la ciudad, incluida las de la Catedral de San Salvador, que estaba cerca. Agarrada de la mano de mi abuelo pasábamos delante de la Santa Capilla de la Preciosa Sangre y luego entrábamos en el Callejón del Asno Ciego y cruzábamos el canal por el puente y llegábamos al Mercado del Pescado. Unos pasos más y estábamos enseguida en el convento. Al pasar por los jardines de un palacio veía una estatua, el busto de un personaje, que me llamaba la atención porque llevaba una gorra muy bonita; y a mis preguntas sobre quién era, mi abuelo siempre me respondía: “es un español muy sabio, que aquí escribió muchos libros, se llama Juan Luis Vives”. Y estábamos ya junto al convento. Veíamos las ventanas de la fachada posterior que se reflejaba en el canal. Unos pasos más y teníamos delante la fachada principal del edificio de piedra oscura, casi verdosa, como todo el convento; rodeando el edificio gótico con techos de pizarra muy anguloso había un jardín, con muro de piedra unida con argamasa, alto, más que mi abuelo, y la parte superior del muro tenía cristales rotos incrustados en la argamasa. Un día mi abuelo me alzó a hombros para que los viera. Me dijo que los habían puesto para que nadie pudiera entrar al convento, porque allí vivían en recogimiento y silencio unas monjas que no podían salir nunca a la calle, porque era un convento de clausura. Y podían ser visitadas una vez al mes. Cuando íbamos andando por la ciudad yo le preguntaba muchas cosas a mi abuelo y él me iba respondiendo y así yo me enteraba un poco de aquel convento. Me dijo que era de las clarisas, que había fundado hacía muchos años Santa Clara, que era amiga de San Francisco, que también fundó otro convento de frailes, que se llaman franciscanos. Y eso ocurrió en una ciudad que se llama Asís que está en un país que se llama Italia. Y yo entonces empecé a pensar que por qué no salían del convento y pensé también que se lo preguntaría a mi abuelo.

Cuando llegamos a la puerta del jardín, que era de barrotes de hierro, viejos y oxidados, mi abuelo tocó una campanilla que estaba colgada al lado de la puerta, por dentro, metiendo la mano y agarrando la cadena del badajo y agitándolo. En las visitas siguientes mi abuelo me cogía en sus brazos y yo tocaba la campana, y recuerdo que me gustaba mucho. Luego por un caminito de piedras llegamos enseguida a la puerta del convento, que como por arte de magia se abría delante de nosotros con un ronco chirrido, que hacían sus goznes. Era una puerta de madera gruesa y labrada con rombos y claveteada, pero me pareció que era muy vieja. Tenía un aldabón que era un dragón con una gran bola en su boca, que me daba un poco de miedo, con la que se golpeaba para llamar. Pero no tuvimos que llamar.  Cuando llegábamos la puerta se abrió porque ya sabían que íbamos a llegar. Pasamos a una pieza bastante oscura y enseguida oíamos una voz que  nos  decía “ave María purísima” y mi abuelo contestó “sin pecado concebida”. Era la hermana tornera que nos recibía con una voz dulce y amable. Pero no la veíamos, estaba detrás del torno.  El torno era un artilugio, que yo nunca había visto antes, empotrado en un hueco de la pared, cerca de la entrada. Era una plataforma circular en la que se apoyaban dos tablas cruzadas que formaban cuatro ángulos. Giraban sobre un eje; y allí se ponían las cosas que de esa manera, como por una puerta giratoria, entraban al convento.

Mi abuelo le dijo a la hermana tornera que veníamos a visitar a la hermana Godelieve y enseguida oímos una campana dentro del convento, seis campanadas. Era la llamada de mi tía, pues a cada una de las monjas la llamaban con un número de campanadas. La hermana tornera nos dijo que pasáramos al locutorio y por un pasillo con una débil luz llegamos a una  habitación muy singular. Yo debí de abrir los ojos muy grandes, primero porque allí apenas se veía, y en segundo lugar porque estaba sorprendida o quizá me daba un poco de miedo. La pieza era grande y estaba dividida en dos partes, una donde estábamos mi abuelo y yo y nos sentamos en un banco de madera que había adosado a la pared; la otra parte estaba detrás de unas rejas de hierro. Yo estaba expectante y sin decir nada, pero fue sólo un momento porque enseguida apareció un sombra detrás de la reja, que era como un gran ventanal con unos barrotes muy juntos que dejaban huecos muy pequeños, por donde se podía ver un poco el interior. La reja cubría toda la pared y se complementaba con una puerta de madera muy estrecha en su extremo izquierdo, en dirección a la puerta de salida del convento.

        Detrás de la reja había una cortina un poco transparente que me permitía ver una silueta. Era la hermana Godelieve, que iba cubierta totalmente de pies a cabeza con una especie de gorro, que después me dijo mi abuelo que era la toca y un vestido oscuro desde el cuello hasta los pies, que era el hábito pardo de las clarisas. Por la cortina no se le podían distinguir la cara ni sus facciones. Ella estuvo muy amable conmigo y me preguntó cómo me llamaba y cuántos años tenía y yo le respondí con un hilito de voz. Hablaron mi abuelo y ella interesándose por toda la familia y entretanto yo observaba que algo se movía en el fondo del locutorio. Después me contó mi abuelo que allí  había otra monja, que había entrado y se había puesto detrás de otra cortina y permanecía allí mientras la hermana tenía la visita; era la madre superiora u otra monja que ella designaba para acompañar a las que recibían las visitas: y eso ocurría siempre que iban a visitar a una monja y también me dijo que la acompañante se llamaba “la tercera”, pues eran tres: la hermana que recibía la visita, la persona que iba a visitarla y la monja acompañante que estaba detrás de una cortina. Y entonces supe también que eso era una costumbre muy antigua de los conventos de clausura, que eran muy estrictos.

         En otra de las visitas en que acompañé a mi abuelo supe cómo funcionaba el torno y para qué servía, porque mi abuelo le llevó una manta a mi tía en una bolsa y la puso en el torno cuando llegamos  y el torno giró y la hermana tornera la recogió allá dentro para dársela a mi tía. Yo le pregunté a mi abuelo por qué le llevaba una manta a la monja, porque tenía mucha curiosidad acerca de lo que hacían en el convento, como vivían aquellas monjas, que no salían nunca y para las visitas salían al locutorio acompañadas de otra monja. Yo le pregunté a mi abuelo que si eran tan pobres que no tenían mantas para dormir en la cama. Y él me dijo que no dormían en la cama, que dormían sentadas en una silla con una tabla para estirar las piernas. Pero yo no podía creérmelo. Por eso mi abuelo había solicitado a la madre priora que le permitiera llevar una manta a su hermana, porque estaba enferma, para que pudiera abrigarse, porque aunque dormía con el hábito, que era de lana, muy grueso y áspero,  pasaba mucho frío. Y la madre superiora se lo había concedido.

         Pero la imagen que conservo desde niña es la del primer día que fui a visitarla. La del locutorio de las monjas, aquel misterioso recinto velado por cortinas apenas trasparentes, detrás de las que apenas podía verse una mujer, que vivía en una casa muy grande con otras hermanas, que apenas hablaban entre ellas, y, como me contó mi abuelo, rezaban y cantaban en la iglesia del convento por el día y por la anoche y comían en silencio y sólo hablaban algunas veces a la hora del recreo cuando la madre superiora decía “benedicamus Domino” y las monjas respondían a coro “Deo gratias”.

         Aquella figura que apenas vi es la única que conocí de mi tía abuela, la hermana Godelieve. Después de unos momentos que estuvimos con ella, no sabría decir si mucho o poco tiempo, porque estuve absorta en mis pensamientos y un poco asustada, nos despedimos. La monja recuerdo que fue amable conmigo, pero no sé si fui capaz de decir una palabra. Y salimos hacia la puerta del convento. Entonces todavía me esperaba otra sorpresa: al llegar a la estrecha puerta que había al final de la reja del locutorio, por una especie de ventana o mirilla, apareció una mano blanca, blanca y casi en los puros huesos. Mi abuelo se la besó y me dijo: bésasela,  Berta. Y yo se la besé y noté el frío en mis labios, que todavía… recuerdo. 

                                        Luis Frayle
                                
        Salamanca, 17 de mayo, 2020

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